lunes, febrero 28, 2005

Notas bajo el espiral

La mayoría de las veces todo empieza como una cosita de nada, una señal nimia semejante a la primera hoja caída del otoño ¿quién podría sospechar, si no supiera, que anuncia la desnudez en ciernes de los árboles?.

Tejer mañanitas, plañir mandolinas. Da lo mismo. Puede suceder en cualquier momento. Se siente un pequeño cosquilleo acá y allá, el eco de una amenaza que galopa aún lejana, un estremecimiento súbito y después.

(Silencio)

Nada más que un echar mano a la negativa siempre salvadora, siempre ociosa: no cederé mi espacio, mi energía a ese pensamiento.

Pero es ahí en la misma negativa donde se encierra el germen de lo que va a venir y la sospecha de que toda oposición sería inútil. Así, ese pensamiento primero se insinúa bajo el agua quieta, por ahora, de la conciencia, estoy aquí querida mía, no te olvides. En otra parte, algo se desprende y rueda cuesta abajo.

Se persiste: no voy a pensarte.

Hay una tregua que es tan deseada como precaria porque, perogrullada o no, no es posible suprimir aquello que se niega. Renovado, transmutado en una idea que se cuela o que se precipita, esepensamiento vuelve indefectiblemente, ah, cuántos resquicios in-fi-ni-te-si-ma-les, no se contaba con la absurda capilaridad de los recuerdos, con el miedo celular, con la defensa inane, estoy aquí otra vez ¿o qué pensabas?, inoportuno y cruel para impedir el accionar, obliterando el curso de lo cotidiano.

Se persiste con fiereza: pasemos a otro tema, a otro tema, a otro tema, aunque ya es tarde puesto que lo otro se escabulle, pierde densidad con cada intento de amarrar las cuerdas de la mente.

Otro tema es sólo dos palabras que no guardan nada tras de sí, otrotema es nada más que un borde que se desdibuja, que se mezcla con el pensamientoese.

Eseotropensatemamiento.

La locura debe parecerse a esto, a no encontrar la forma de anudarse, dónde está mi cuerda, dónde el hilo que me guíe, dónde el límite, la traza de la línea, la pared, el precipicio, el vidrio que se rompe, el estallido, no quería pensarte, no quería.

Yo no quería. No.

La capitulación es inminente, contra mí no te resistas, se accede al fin.

Queda dormir. Dormir y desaparecerle al mundo por un tiempo, hacer amor de sí, batalla, ovillo. Dormitar al monstruo y que se pierda.

Transcurre completa, ininterrumpida, una noche. Dulce noche, demasiado breve como para oscurecer del todo los destellos de la idea. Y es en el amanecer del cuerpo que por falta de otra cosa uno se apoya en los vestigios de su voluntad: no voy a pensarte, pensamientoese.

jueves, febrero 24, 2005

La lección de piano (otra de tantas)

La señorita Mercedes –es verdad, decir señorita es poco menos que un anacronismo pero decir señora no haría justicia a su estado civil– tiene ojeras, y qué ojeras, por Dios. Debe quedarse toda la noche practicando en el piano de su casa y por eso viene a la clase malhumorada e impaciente, ¿tendrá también ese piano las teclas amarillentas como los dientes de la señorita, como el piano de la sala número cuatro?. Cuando, después de hacerla esperar un rato, llama a Lucía y le dice, a ver querida qué me trajiste para la clase de hoy, a ella le parece que fue un error no haber estudiado lo suficiente porque seguro que hoy la reta. En efecto: las reprimendas no se hacen esperar. Lucía comete muchos errores, es fa sostenido, querida, ahí hay un puntillo, no leíste bien la partitura. Lucía teme que un día de estos la señorita Mercedes le cierre la tapa del piano sobre los dedos. Vieja maldita, ¿por qué será tan mala? Y poniendo esa cara de tortuga compungida que sabe no le sirve de nada Lucía se deshace en justificaciones, es que tuve que hacer un montón de deberes para la escuela, señorita, y no pude practicar mucho ¿sabe?, explicación que rebota contra la muralla del malhumor de la señorita Mercedes, andá a tu casa, nena, que no se vuelva a repetir que yo no estoy para perder el tiempo. Entonces Lucía se promete que para la próxima traigo bien la lección, leo con manos separadas, hago todas las escalas: las mayores, las menores armónicas, melódicas, cromáticas, todas. Claro que las promesas de Lucía son de corto alcance: apenas sale al patio del conservatorio el pánico teatral que un momento atrás la amedrentaba tanto se le olvida como si quedase pegado a las teclas del piano que, curiosamente, está casi tan desvencijado como la señorita Mercedes.

miércoles, febrero 23, 2005

De Ucrania con amour

Siempre pensé en el arte como una forma de resistencia --frase prêt a porter, si las hay--. Resistencia a qué, se preguntarán los curiosos. Al absurdo cotidiano, a la fecha de vencimiento de los envases, al frío y a las inclemencias de la geografía y, sobre todo, las de la historia. Nada más fértil que la gélida Ucrania para la parición de músicos, escritores y artistas de toda clase. Lev Borisovich (Kiev 1892-1959) fue un músico de los que la crítica suele llamar menor. Ahora bien, me permito creer que esa deficiencia en su así calificada estatura musical se debe más a que se rehusó a autodenominarse “compositor soviético” que a la “baja”calidad estética de su producción artística. Es cierto que, al igual que muchos de sus contemporáneos, prestó su incondicional apoyo a la revolución de 1917: abrigaba la fe en el pueblo como forjador de su propio destino --de esta época datan su Poema sinfónico “Loor a las glorias revolucionarias” y los “Cuartetos de Cuerda Soviéticos” sus obras más (injustamente) difundidas--; no obstante, con la llegada de Stalin la historia fue muy otra y Borisovich, que se debatía entre la subjetividad inherente a su espíritu inquieto y la fidelidad a los ideales estéticos impuestos por el Partido decidió, por fin, recluirse en su propio universo creador y dar a luz algunas de las más bellas páginas musicales del siglo XX. Así durante la década del treinta, mientras Europa engendraba un experimento tras otro, Borisovich abandonó completamente la música orquestal para dedicarse a la composición de obras de menor envergadura, pero no por ello carentes de riqueza. En efecto, se avocó a su ciclo de sonatas de cámara para piano y violín, piano y caramillo --lo que le permitía rescatar antiguas tradiciones pastorales--, cuartetos de cuerda y quintetos con clarinete y/u oboe. Es notable (y lamentable) que estas obras hayan quedado relegadas al arbitrio de los funcionarios de cultura de turno: muchas de ellas no fueron estrenadas hasta la década del 80, la mayoría, fuera del país que las vio nacer. Tuve la suerte de que mi profesor de música de cámara Abelardo Cattaruzzi fuera un gran admirador de la obra de Borisovich. Gracias a él tomé contacto con ella y él fue quien nos dirigió en el duetto para piano y oboe “Evocaciones de la estepa” que preparamos para el concierto anual de la Municipalidad de Tandil.

martes, febrero 22, 2005

Apología de las ciruelas en compota

Yo soy un tipo discreto. No me gusta andar ventilando intimidades. Esas tareas de pseudo-profilaxis prefiero dejárselas a los profesionales: que ellos hagan el trabajo sucio así uno puede seguir con la vida que, vamos, nadie dice que sea fácil ni siquiera a nivel operativo. No creo en la psicología. Después de todo un psicólogo no es más que un pobre tipo que se la pasa escuchando las estupideces --o, en el mejor de los casos, las barbaridades-- que otros tantos pobres tipos tienen para decir con la esperanza de poder alivianarse un poco la existencia. Usted está aquí para pensar mejor, dicen, para hacer el intento, no importa qué tan vano, no importa qué tan ilusorio, de ver las cosas de otra manera, de aceptar sus circunstancias (yo soy yo y mi circunstancia, sentenció el filósofo), en fin, de aceptarse como persona. Bah, puras patrañas: el voluntarismo de ciertos individuos es sinceramente pasmoso.

Sin embargo, hay una pequeña función que todavía pueden cumplir y es por la que hace unos cuantos años tomé la decisión de pagar: la necesaria, la catártica y laxativa purga.

Asisto regularmente al consultorio que un psicologucho renombrado con pretensiones de intelectual tiene frente a la Plaza Alemania --por supuesto que no voy a dar nombres por una mera cuestión de respeto a mí mismo--. No hace falta decir cuánto dinero se me va en el asuntito, baste con saber que es una suma que haría tambalear la prodigalidad del más pintado. Sí, limpiar letrinas es trabajo insalubre, eso no se discute, y si uno no es capaz de hacerlo por sí solo, tendrá que abonar el correspondiente importe. De manera que una o dos veces por semana, según cuánto haya aumentado la acumulación de suciedad que impide el correcto desarrollo de mis funciones emocionales (para seguir con la metáfora), hago una visita al tipejo que dura exactamente cuarenta minutos, le cuento mis tribulaciones y nos enredamos en una saludable dosis de esgrima verbal.

Se podrá aducir que mi escepticismo es por lo menos absurdo, que si mis ideas acerca de la psicología y sus sacerdotes están más cerca del desprecio que de la aprobación, la rutina de visitas que cumplo puntualmente parecería bastante artificial, cuando no inútil. No lo creo. A nadie le parece divertido ir al baño a cumplimentar sus necesidades fisiológicas, nadie haría una historia de esas cuestiones, pero... qué molesta resulta una constipación en apariencia insignificante ¿no es verdad?

Y vamos, vamos, para ponerlo de una forma prosaica, a ningún ser humano le gusta quedarse con la mierda adentro, que yo sepa.

miércoles, febrero 16, 2005

¿Qué captas, noturnal, en tus canciones,
Góngora bobo, con crepusculallas,
si cuando anhelas más garcivolallas,
las reptilizas más y subterpones?

Microcósmote Dios de inquiridiones,
y quieres te investiguen por medallas
como priscos, estigmas o antiguallas,
por desitinerar vates tirones.

Tu forasteridad es tan eximia,
que te ha de detractar el que te rumia,
pues ructas viscerable cacoquimia,

farmacofolorando como numia,
si estomacabundancia das tan nimia,
metamorfoseando el arcadumia.

Francisco de Quevedo



Esta mañana me encontré con William. Debo decir que no estaba en buena forma. Leía el suplemento cultural de un conocido matutino de esta capital y mascullaba algo que, a juzgar por la manera en que se le fruncía el entrecejo, parecían ser imprecaciones. Yo lo conozco bien a Willie. En realidad lo que le pasaba es que está harto de que todo el mundo hable de Miguel: doquiera que lea hay un homenaje, algún estúpido panegírico, o lo que es peor, la exégesis absurda hecha por un crítico imberbe que pretende saber qué es lo que quiso decir el escritor. Como si el escritor hubiera querido decir una cosa distinta de la que puso sobre el papel. Tanto peor cuando se trata de una sarta de estupideces inventadas por un idiota pretencioso y falto de talento.

viernes, febrero 11, 2005

Jean Baptiste Lully o Rositas Rococó Rosadas

De todas las historias de músicos, ninguna es tan interesante y aleccionadora como la de Jean Baptiste Lully (léase Lulí). Por eso he decidido difundirla, para el placer de todos y el bien de unos pocos.

Resulta que el tal Giovanni, porque en verdad se trataba de un florentino hijo de humilde molinero y espartana campesina, se había escapado a Francia tras una doncella con el propósito de tutearla en italiano: es decir, le iba a enseñar los secretos de su lengua. En fin, el joven Battista, ducho ya en el arte del danzar, aprovechó para perfeccionar sus conocimientos y aprendió lecciones de composición y clavicémbalo mientras permanecía al abrigo de la dulce Mademoiselle de Montpensier. Nunca imaginó que la Mademoiselle alimentaba oscuras aspiraciones revolucionarias. En efecto, estuvo implicada en un motín contra le Ruá Luis XIV por lo que tuvo que rajar de Paris dejando un tendal tras sus pasos sediciosos.

Ni corto ni perezoso, Lulí se las arregló para alejarse de esa infame familia y entrar como danzarín de la corte del Ruá Solei. Bailaron juntos, el Ruá y Lulí, el “Ballet de la nuit”. De ahí en más, como chanchos: Lulí fue nombrado “compositeur de la musique instrumentale” del Ruá y acaparó cuanta oportunidad de meter un minuet o una gavota suyos se le presentara. Compuso música para ballet y danzó por doquier. Formó la orquesta de los Petits Violons, conjunto de cámara en que los violinistas más diestros de la corte hacían gala de su virtuosismo ---que no es lo mismo que virtud, demás está decirlo--. Se hizo amigote de un tal Moliere y juntos crearon las “comédies ballets”. Sin embargo, Lulí se negaba a componer óperas en francés porque “la única lengua que podía ser puesta al servicio de tales menesteres era, bien sur, la italiana” Además, la ópera era un plomo, demasiado larga y a Lulí, para qué mentir, le gustaba la joda. Pero el destino quiso otra cosa. De lábil voluntad y dudosas convicciones, en cuanto Lulí se avivó de que un tal Perrin obtenía un éxito arrasador con Pomone, la primera ópera compuesta en francés, Lulí, se dijo, esto no va a quedar así. Y mientras le ruá soley gritaba al mundo su famoso “L’état c’est moi” Lulí, en sutil connivencia con l’esprit de la época se decía “la ópera soy yo”. La materialización de tal axioma fue simple: le pidió al Ruá que le permitiera quedarse con la exclusividad para componer y difundir ópera en Paris. O sea: era el único que tenía derecho a la creación. O sea: era el único que se embolsaba la guita porque él y solo él dirigía todos los teatros importantes de París. Perrin que se pudriera en la cárcel y el resto de los músicos que se jodiera, que se las arreglara como pudiera. Después de todo, quién en Francia era tan talentoso cómo este italiano renegado, padre indiscutible del alambicado rococó, del estilo barroco. Qué importaba su monopolio artístico si total el resto de los músicos no eran más que unos inútiles mentecatos. Desde el año 1675 al compuso una tragédie lyrique por año durante catorce años, de las cuales la más exitosa fue “Le triomphe de l’amour”.

En el ínterin, Lulí no perdía el tiempo así que entre bambalinas y tules se amancebaba a todo danzarín, paje o violinista que meneara su existencia por los salones de Versailles, en especial a su ayuda de cámara, el joven Brunet. Tal era su eficiencia amatoria que hasta contrajo matrimonio con Mademoiselle de Lambert. Al Ruá mucho no le gustaba la prodigalidad sexual de Lulí, pero en virtud de su prolífica obra musical, hacía la vista gorda y que se enfiestara con quien quisiera.

Ahora bien, lo más impresionante de la vida de Lulí, es, paradójicamente, la manera en que murió. Parece que desde que el Ruá contrajo matrimonio secreto con Mme. De Maintenon la vida en la corte se volvió más espiritual, no tan disipada, en fin, bastante más aburrida. En esta nueva etapa le encomendaron misas y motetes, madrigales y Te-Deums, composiciones que produjo con gran presteza y habilidad, embolsando siempre los correspondientes doblones. De modo que durante una misa en la que se festejaba la recuperación del Ruá de una enfermedad que lo había tenido a mal traer, Lulí sufrió un accidente mientras dirigía la orquesta. Y qué accidente, mon Dieu. Parece ser que en aquéllas épocas los directores d’orchestre no manipuleaban la clásica varita que hoy en día vemos sacudir a diestra y siniestra con tanta pasión, sino que golpeaban con una especie de bastón que servía para marcar el tempi contra el piso. Presa de su habitual entusiasmo se encontraba Lulí, dale que dale al bastón, un-dó-tré-cuá, un-dó-tré-cuá, hasta que un-dó-tré-TÁCATE, se clavó el dichoso adminículo en el dedo gordo del pie*. Consecuencia: gangrena y posterior deceso. Y así fue como terminó sus días este icono del rococó francés, este hijo legítimo de la monarquía del siglo XVII.

Lulí murió en su ley: murió ensartado.

Y esto, señores, es la pura verdad.

(*)N de Z: los biógrafos no precisan si el derecho o el izquierdo. Consideramos que no reviste interés.

jueves, febrero 10, 2005

musicalia & otros pastos

Todo descubrimiento encierra la premonición de un estado de cosas cuyo significado no somos capaces de descifrar.
Richard Boyle, de “Textos acendrados”


En efecto, todo descubrimiento es, además, milagroso. Conocí a Richard Boyle gracias a un antiguo compañero del conservatorio. Durante una clase en la que el profesor se empeñaba en explicar el artificio de la serie dodecafónica, mi compañero (F) y yo, un poco por aburrimiento –generaciones y generaciones de absolutismo tonal y simetrías mozartianas nos habían adormecido el oído de manera que nos era imposible traspasar el umbral de “Noche Transfigurarda”– y otro poco a causa del acicateo hormonal de la adolescencia, habíamos dado por terminada la exposición, hecho lo cual nos entregamos al más desvergonzado de los escarceos verbales que incluía, por supuesto, aproximaciones de índole física. Fue en uno de esos acercamientos que ocurrió el milagro: quise manotear un papel que F se negaba a mostrarme cuando cayeron al suelo sus notas de clase junto con un libro que hasta ese momento yo no había visto. F hizo un movimiento brusco para recuperar sus cosas. Era demasiado tarde: yo ya había levantado el mamotreto de ajadas tapas verdes y lo blandía, desafiante, delante de sus narices. ¿Y esto? pregunté. Un libro, qué va a ser. Ya sé que es un libro. Devolvémelo, nena. Epa, por qué tanto apuro. Señores, si no les interesa la clase pueden retirarse.

Nos retiramos al patio, claro. El libro permanecía en mi poder. Dámelo de una vez, querés. Luego de dejar que F insistiera durante un buen rato y al ver que el entusiasmo que había mostrado por mi persona momentos antes comenzaba a decaer, le restituí el libro no sin conminarlo a que algún día me lo prestara bajo pena de nunca jamás dirigirte la palabra. Dejé caer, pero esta vez intencionalmente, el libro a sus pies, y con él, el palacio de placeres imaginarios que habíamos estado construyendo en plena proliferación dodecafónica. Aunque volví a pedírselo, F se negaba a darme el libro de Boyle con la misma obstinación que yo empeñaba en reclamárselo. De hecho, nunca me lo prestó y más tarde se las ingenió para cambiar de tema cada vez que yo intentaba una nueva acometida. El tiempo se ocupó de que el interés mutuo se diluyera: dejamos de vernos definitivamente apenas terminamos el conservatorio. Años después supe que había ganado una beca para estudiar en Londres y que hasta había dado un concierto en Saint Martin in The Fields cuyo programa incluía obras de Satie y, oh sorpresa, parte de las piezas para piano de Schönberg. También me dijeron que volvió al país a dar clases de armonía y morfología del siglo XX en la Universidad de La Plata, pero que luego abandonó la cátedra para recorrer los asentamientos indígenas del interior, viaje del que surgieron las composiciones del CD “Aborigenia”. Demás está decir que no lo conoce nadie. Pero qué importa.

La semana pasada encontré en una librería de usados, entre los volúmenes de lo que alguna vez fue una biblioteca, una novela de Boyle “La noche del ámbar”. No estoy segura de que sea el mismo libro que F se negó a mostrarme aquella vez, pero lo compré y lo leí con la premura de quien sabe que algo importante está a punto de serle confiado y que el más mínimo descuido podría arruinar la revelación.

Entendí por qué jamás accedió a que leyera a Boyle.

lunes, febrero 07, 2005

Un hombre que hace recordar a un marinero. Un hombre de frente, de perfil, todo en uno: un cuerpo circunvolucionado y dividido, un cuerpo que se reacomoda con cada nueva observación. Un hombre pinta la tela sobre un caballete. Un hombre que está, a su vez, pintado. Construido. Contempla a su modelo, desnuda, primorosamente expuesta, abierta y ofrecida a la mirada de su creador. ¿Era así? Ese éxtasis verde y morado, blanco y negro. Qué es eso de placeres “exclusivamente” estéticos. Verde y morado como el violinista gigantesco que una vez salió al encuentro de alguien en una galería, la cabeza reclinada contra el instrumento, la música brotándole del traje de color violeta. Hubo una vibración y hubo, también, el silencio de lo externo: el resto del mundo vuelto imperceptible por el poder esclavizante de la imagen.
Era eso.
Extraño a mis bebés.
Extraño a mi mamá, extraño lo que era.
Extraño de mi hermana su sonrisa, su cara sin fatiga, la de la niñez, la que no conocía los abusos ni los golpes.
Extraño mis ganas de embarcarme.

viernes, febrero 04, 2005

Frans Masereel

Alguien una vez me envió unos grabados de Frans Masereel, del libro "La idea". Quedé profundamente impresionada. "La idea" es una suerte de novela sin palabras hecha en grabados que comienza con un hombre sentado frente a un escritorio. El hombre tiene una idea, representada con forma de mujer, que a lo largo del libro va sufriendo diferentes situaciones: se materializa, se da a conocer, los demás no la comprenden, intentan destruirla, etc. Explicado así no tiene ninguna gracia. Hay que experimentarlo. (No estoy segura de que sea la versión completa).

Nunca conseguí un libro de Masereel. Sin embargo en un viaje tuve la suerte de meterme en una biblioteca donde pude "leer" ese libro y otro cuyo título había sido traducido como "Passionate Journey". Tenía un prólogo de Thomas Mann que copié en algún lado y al que, por supuesto, perdí estúpidamente --como si no hubiera otra manera de perder las cosas que a uno le interesan--.

Acá se puede ver Die Stadt, de 1925. (Hay que clickear cada grabado para pasar al siguiente). Esta obra no tiene "historia" como la anterior. Tampoco la necesita.