Un hombre que hace recordar a un marinero. Un hombre de frente, de perfil, todo en uno: un cuerpo circunvolucionado y dividido, un cuerpo que se reacomoda con cada nueva observación. Un hombre pinta la tela sobre un caballete. Un hombre que está, a su vez, pintado. Construido. Contempla a su modelo, desnuda, primorosamente expuesta, abierta y ofrecida a la mirada de su creador. ¿Era así? Ese éxtasis verde y morado, blanco y negro. Qué es eso de placeres “exclusivamente” estéticos. Verde y morado como el violinista gigantesco que una vez salió al encuentro de alguien en una galería, la cabeza reclinada contra el instrumento, la música brotándole del traje de color violeta. Hubo una vibración y hubo, también, el silencio de lo externo: el resto del mundo vuelto imperceptible por el poder esclavizante de la imagen.
Era eso.
Extraño a mis bebés.
Extraño a mi mamá, extraño lo que era.
Extraño de mi hermana su sonrisa, su cara sin fatiga, la de la niñez, la que no conocía los abusos ni los golpes.
Extraño mis ganas de embarcarme.
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