jueves, febrero 24, 2005

La lección de piano (otra de tantas)

La señorita Mercedes –es verdad, decir señorita es poco menos que un anacronismo pero decir señora no haría justicia a su estado civil– tiene ojeras, y qué ojeras, por Dios. Debe quedarse toda la noche practicando en el piano de su casa y por eso viene a la clase malhumorada e impaciente, ¿tendrá también ese piano las teclas amarillentas como los dientes de la señorita, como el piano de la sala número cuatro?. Cuando, después de hacerla esperar un rato, llama a Lucía y le dice, a ver querida qué me trajiste para la clase de hoy, a ella le parece que fue un error no haber estudiado lo suficiente porque seguro que hoy la reta. En efecto: las reprimendas no se hacen esperar. Lucía comete muchos errores, es fa sostenido, querida, ahí hay un puntillo, no leíste bien la partitura. Lucía teme que un día de estos la señorita Mercedes le cierre la tapa del piano sobre los dedos. Vieja maldita, ¿por qué será tan mala? Y poniendo esa cara de tortuga compungida que sabe no le sirve de nada Lucía se deshace en justificaciones, es que tuve que hacer un montón de deberes para la escuela, señorita, y no pude practicar mucho ¿sabe?, explicación que rebota contra la muralla del malhumor de la señorita Mercedes, andá a tu casa, nena, que no se vuelva a repetir que yo no estoy para perder el tiempo. Entonces Lucía se promete que para la próxima traigo bien la lección, leo con manos separadas, hago todas las escalas: las mayores, las menores armónicas, melódicas, cromáticas, todas. Claro que las promesas de Lucía son de corto alcance: apenas sale al patio del conservatorio el pánico teatral que un momento atrás la amedrentaba tanto se le olvida como si quedase pegado a las teclas del piano que, curiosamente, está casi tan desvencijado como la señorita Mercedes.