miércoles, octubre 26, 2005

pequeños cónclaves de la vida empresarial

la reunión está por terminar y con ella un sanguchito de jamón crudo más salado que boliviano tomando sol en oyuni y que requiere cataratas completas de agua mineral para morigerar este insobornable calor en la lengua.

notorio es que de los presentes dos se empeñan en el vocabulario con cierta pretensión de letrados. dicen "morigerar" cada vez que alguna variable se les escapa del casillero. lo que de ninguna manera morigeran es el accionar de la mandíbula pues van bajando por los respectivos conductos: varias empanaditas fritas --a cuenta de la compañía-- en grasienta procesión; luego unos árabes de pavita, lechuga & tomate; y para rematar el sinfondo de los estómagos gerenciales, unas ensaladitas de fruta de lo más variadas: tienen kiwi, durazno de lata, frutilla. más no se puede pedir.

un señor de anteojos (todos los reunidos los llevan pero es preciso el artilugio para despistar al lector y no quedar engrampada) se la pasa preguntando si tras esto o aquéllo no debiera haber un beneficio. beneficio económico, se entiende, ya que al parecer la moneda es lo único que interesa a este señor bisnisarbisnis, o por lo menos eso es lo que muestra. si la respuesta es vaga o no le satisface el ansia de pecunio, ahí le salta la autoridad: revisémoslo.

transcurren de esta suerte exactamente dos horas, dieciocho minutos y algún que otro segundo. la única mujer de la sala (con gafas asimismo) asiente a todo fingiendo atención sin faltar al femenino mandato de siempre parecer interesada en el verbo que el hombre explaya.

felicidad, se dice con evidentes rastros de aburguesamiento de lo más aburguesado, es tirarse en el pasto a mirar cómo laburan las hormigas.

lunes, octubre 24, 2005

Una noche y acá estamos todos reunidos, los cinco: las cuatro despiadadas gárgolas y el chico. El chico es el más bueno y por eso se separa un poco, aunque en ocasiones se le afila la lengua también, certera. Pero es triste la yunta porque ahora el recuerdo se hizo evidente, tangible la ausencia. La jovencita pregunta, sorpresa en el tono: y si no creés... ¿cómo vas a hacer?. Cómo. Cómo no se sabe porque cuando te dieron la hoja en blanco tampoco nadie te explicó la forma de llenarla. Se van poniendo comas y puntos como confites en la torta, se le hinca el diente, se pincha tenedor con fuerza.

La otra, por ejemplo, dice entre sus mocos: me parece injusto. Y llora una ristra de lágrimas blancas. A mí, la verdad, me parece ingenua que se le venga toda la angustia infantil así de esa manera, al fin y al cabo, no hay grande misterio escondido. Se mueren con suerte los padres previo a los hijos y así la cosa más o menos marcha, que de la otra forma, qué querés que te diga, te la regalo. Yo, primera del singular, me paseo triste a causa de la distracción que no me funciona parejita, es mostrar todo el tiempo que una asume las leyes de la vida y más que las asume las acata porque lo del albedrío y voluntad es cierto pero hasta un determinado punto que vaya a saber quién lo determina y cuándo. Escribir a veces se contagia hablando, o leyendo. Pero hay noches en que no viene nunca, como el bondi en día de conflicto, y se espera, se inventan artilugios, una crónica de morondanga, un mondonguito de palabras y garbanzos.

Era la madrugada, los cinco danzábamos la muerte que se aleje, qué nos interesa. Importa lo que queda en cada uno: el gesto valiente, la ironía, los besos, ser lo mejor que se pueda, saber dar, educar la voluntad, hacer quehaceres con pasión, no convertir la piel en un esclavo.

No hay allá, para mí, no hay el lugar donde los muertos canten el poema eterno, no hay los nueve círculos, Virgilios, no hay Beatrices ambulantes ni caminadoras.

Ese día, el segundo de la primavera, salí a buscar abrazos.

jueves, octubre 20, 2005

Crónicas de La Milonga II

La Causa Ajusta

Introducción: Alguien me advirtió una vez:
si las panzas se tocan, ojo, eso está mal.

Estaba yo sentada en mi mesa, envuelta en volutas de humo, bastante aburrida porque las tandas se sucedían y parecía que nadie me invitaría a la pista por los siglos de los siglos. Hasta que lo vi: contra la columna estaba él, el oriental Tokuro(*) mirándome deseoso desde las hendijas que tenía por ojos. Hizo la señal, sutil y milenaria a la que no pude negarme. No era mi intención seguir planchando toda la tarde --quizá Tokuro albergara en su pecho una vaporosa alma de tintorero y de ahí su piedad-- y mis zapatitos nuevos ya amenazaban con irse solos por ahí. De manera que me incorporé toda sonrisas y abracé a mi japonés como si del último hombre del universo se tratara.


Ah, Tokuro bailaba. Y cómo. El hombre era pura sensualidad del lejano oriente. Ahora bien, Tokuro bailaba pero además, ceñía. Ceñía acaso demasiado, con fuerza y elegancia de samurai: intenso, aunque lo suficientemente sutil como para no dejar lugar a reacciones del estilo, che, largá un poco viejo que no me dejás respirar. Yo recordaba (no podía dejar de hacerlo): si las panzas se tocan, ojo, eso está mal. Entonces algo andaba no del todo bien porque Tokuro me tomaba fijo por la cintura y quedaba mi torso tan pegado al suyo que cada vez me sentía más parecida a una hiedra o enamorada del muro.

Toda esta exacerbada cercanía física con mi partenaire me provocó si no nervios por lo menos algo parecido a la incomodidad. ¿Se esconde alguna secreta intencionalidad en el abrazo abrasador del japonés?, me preguntaba. Al no poder responderme con la mente comencé a hacerlo con mi propio cuerpo, cosa que Tokuro, hombre de refinada percepción, notó enseguida. Dijo: no apulal. Ah, oh, perdóneme si me apuré. No impoltal, me disculpó generoso, sólo seguil.

Volvió a abrazarme y seguimos bailando. Compañía, siemple compañía, me repetía Tokuro en un susurro y zácate, cada dos pasos otra vez ahí fundidos el uno contra el otro como fideos pegados al caliente acero de una cacerola. Ejem! señol, no clee usted que me está agarrando un poco fuelte, quería decirle pero no me animaba porque las novicias cometemos el infortunado error de someternos sin decir palabra alguna: con tal de bailar no importa si a una le hacen el harakiri en mitad de un giro.

En una ocasión Tokuro me detiene, mi pierna derecha cruzada sobre la suya, Tokuro paciente espera. Espera que haga algo. El asunto es... ¡qué hacer! Creo que Tokuro quería un gancho que bien podría haber sido una toma de karate. Perdón, perdón, me disculpo, usted me pidió un gancho y yo no me di cuenta, qué torpe soy. No impoltal, sonrió. Compañía, siemple compañía.

Tokuro, bellos los blancos dientes admirables, casi tanto como su paciencia china, aguantó los cuatro reglamentarios tangos de la tanda sin disminuir su presionar en ninguna ocasión. Cuando terminamos nuestro interminable forcejeo le agradecí, geisha de inclinada cabeza. Mientras tanto pensaba: que te haga compañía tu abuela, samurai.


(*) Nota: Nótese que por falta de inventiva y/o conocimiento todos los japoneses de mi vida han de llamarse Tokuro. Podría echarle mano a por ejemplo Yukio, Riunosuke, Kenzaburo, Yasunari, pero resulta muy obvio que son todos nombres de escritores ¿no? Por eso prefiero afanarle el “Tokuro” a ya sabemos quién.

lunes, octubre 17, 2005

Crónicas de la Milonga I

El Debut

La primera vez que concurrí a una milonga --milonga posta: de esas con piso de parqué lustrado y minas luciendo medias de red, taco aguja rojo sangre con estrellas, cometas halleys y agujeros negros-- de tan nerviosa y emocionada que me sentía al salir a las arenas más parecía yo un saco de papas que una bailarina dispuesta a sacarle viruta al piso. Y eso por no decir que me puse tan tiesa como una vaca muerta que aunque no sea en lo exterior ni en lo espiritual como una vaca (no ingiero habitualmente pastos ni margaritas, tampoco me envuelve un halo de misticismo hindú), digo, de haber estado esa noche en un matadero, me habrían confundido con una res lista para hacerle los cortes del asado.

Agregar debo que mi esforzado compañero, muy compadrito él en su camisa nueva y su acompasado caminar, quedó con un dolor de espaldas que para qué les cuento. Dolor que, medio a la distraída y medio echándome la culpa, atribuyó a mi condición de principiante, o sea: a mis defectuosos apilamientos, andares, pivoteares, etcéteres. Yo creo que lo que en realidad pensaba lindaría con: bailás para el orto, nena. Aunque se guardó muy bien de mencionarlo. Barrunto que habrá tenido que agotar todas las reservas de pomadas y linimentos del boticario para moderar tales sufrires del cuerpo suyo, pobre santo.

Al llegar de madrugada a mi casa me fue insoslayable discurrir acerca de la conveniencia de seguir bailando tango. Es que yo toda divina me había calzado los tacos nuevecitos, llevaba no sin cierto glamour una blusita muy piripipí de estreno y qué sé yo qué otras galanuras y la verdad de la milanesa es que de tantos pisotones propinados/recibidos esa noche casi se me piantan en torrente los consabidos lagrimones de la frustración.

Los reprimí, of course, como una reina. Pero después, almohada contra mejilla, terminé considerando si no sería mejor dedicarme al estudio de la economía de Turkmenistán y aledaños. Todavía no encontré respuesta (amén de que no sé bien dónde queda Turkmenistán).

Digo yo, la etapa media res... ¿se supera?

jueves, octubre 06, 2005

les enfants terribles

i)
madre con guitarra intenta melodiar un rato unas zambas. se acerca niño pequeño dictador. no habla todavía una palabra pero su voluntad es grande. toma estuche de guitarra y se lo ofrece a madre. señala guitarra con la mano evidenciando deseos de que ella abadone de inmediato el devenir de sus musicalidades. mueve el niño su cabeza de un lado a otro. no. no. no. encuentra algo parecido a la calma e igual a la satisfacción cuando madre guarda guitarra y le hace upa.

ii)
por la mañana madre se acerca a niño mayor y con tono que pretende coloraciones cariñosas pero encubre toda la fuerza de su autoridad le dice: querido niño, quiero pedirte dos cositas. sí mamá, qué. me gustaría que hoy te portes muy bien con N, que no hagas lío antes de ir a la clase de deportes y que sólo mires media hora de power rangers. mamá. qué. esas son tres cositas.

iii)
durante la primera comunión de su primo niño mayor pregunta a su abuelo de qué se trata. éste ensaya explicación, intenta iniciar al niño en los misterios de la fe, le dice que la hostia es "un pancito donde está jesús, con la comunión recibimos a jesús". pasado momento de hondas reflexiones niño mayor declara, con sentido práctico & lógica irreprochables, como siempre: abuelo a mí me gusta el pan, pero sin nadie adentro.

lunes, octubre 03, 2005

33

sí. ya tengo treinta y tres.

¿y qué?