jueves, febrero 10, 2005

musicalia & otros pastos

Todo descubrimiento encierra la premonición de un estado de cosas cuyo significado no somos capaces de descifrar.
Richard Boyle, de “Textos acendrados”


En efecto, todo descubrimiento es, además, milagroso. Conocí a Richard Boyle gracias a un antiguo compañero del conservatorio. Durante una clase en la que el profesor se empeñaba en explicar el artificio de la serie dodecafónica, mi compañero (F) y yo, un poco por aburrimiento –generaciones y generaciones de absolutismo tonal y simetrías mozartianas nos habían adormecido el oído de manera que nos era imposible traspasar el umbral de “Noche Transfigurarda”– y otro poco a causa del acicateo hormonal de la adolescencia, habíamos dado por terminada la exposición, hecho lo cual nos entregamos al más desvergonzado de los escarceos verbales que incluía, por supuesto, aproximaciones de índole física. Fue en uno de esos acercamientos que ocurrió el milagro: quise manotear un papel que F se negaba a mostrarme cuando cayeron al suelo sus notas de clase junto con un libro que hasta ese momento yo no había visto. F hizo un movimiento brusco para recuperar sus cosas. Era demasiado tarde: yo ya había levantado el mamotreto de ajadas tapas verdes y lo blandía, desafiante, delante de sus narices. ¿Y esto? pregunté. Un libro, qué va a ser. Ya sé que es un libro. Devolvémelo, nena. Epa, por qué tanto apuro. Señores, si no les interesa la clase pueden retirarse.

Nos retiramos al patio, claro. El libro permanecía en mi poder. Dámelo de una vez, querés. Luego de dejar que F insistiera durante un buen rato y al ver que el entusiasmo que había mostrado por mi persona momentos antes comenzaba a decaer, le restituí el libro no sin conminarlo a que algún día me lo prestara bajo pena de nunca jamás dirigirte la palabra. Dejé caer, pero esta vez intencionalmente, el libro a sus pies, y con él, el palacio de placeres imaginarios que habíamos estado construyendo en plena proliferación dodecafónica. Aunque volví a pedírselo, F se negaba a darme el libro de Boyle con la misma obstinación que yo empeñaba en reclamárselo. De hecho, nunca me lo prestó y más tarde se las ingenió para cambiar de tema cada vez que yo intentaba una nueva acometida. El tiempo se ocupó de que el interés mutuo se diluyera: dejamos de vernos definitivamente apenas terminamos el conservatorio. Años después supe que había ganado una beca para estudiar en Londres y que hasta había dado un concierto en Saint Martin in The Fields cuyo programa incluía obras de Satie y, oh sorpresa, parte de las piezas para piano de Schönberg. También me dijeron que volvió al país a dar clases de armonía y morfología del siglo XX en la Universidad de La Plata, pero que luego abandonó la cátedra para recorrer los asentamientos indígenas del interior, viaje del que surgieron las composiciones del CD “Aborigenia”. Demás está decir que no lo conoce nadie. Pero qué importa.

La semana pasada encontré en una librería de usados, entre los volúmenes de lo que alguna vez fue una biblioteca, una novela de Boyle “La noche del ámbar”. No estoy segura de que sea el mismo libro que F se negó a mostrarme aquella vez, pero lo compré y lo leí con la premura de quien sabe que algo importante está a punto de serle confiado y que el más mínimo descuido podría arruinar la revelación.

Entendí por qué jamás accedió a que leyera a Boyle.