martes, febrero 22, 2005

Apología de las ciruelas en compota

Yo soy un tipo discreto. No me gusta andar ventilando intimidades. Esas tareas de pseudo-profilaxis prefiero dejárselas a los profesionales: que ellos hagan el trabajo sucio así uno puede seguir con la vida que, vamos, nadie dice que sea fácil ni siquiera a nivel operativo. No creo en la psicología. Después de todo un psicólogo no es más que un pobre tipo que se la pasa escuchando las estupideces --o, en el mejor de los casos, las barbaridades-- que otros tantos pobres tipos tienen para decir con la esperanza de poder alivianarse un poco la existencia. Usted está aquí para pensar mejor, dicen, para hacer el intento, no importa qué tan vano, no importa qué tan ilusorio, de ver las cosas de otra manera, de aceptar sus circunstancias (yo soy yo y mi circunstancia, sentenció el filósofo), en fin, de aceptarse como persona. Bah, puras patrañas: el voluntarismo de ciertos individuos es sinceramente pasmoso.

Sin embargo, hay una pequeña función que todavía pueden cumplir y es por la que hace unos cuantos años tomé la decisión de pagar: la necesaria, la catártica y laxativa purga.

Asisto regularmente al consultorio que un psicologucho renombrado con pretensiones de intelectual tiene frente a la Plaza Alemania --por supuesto que no voy a dar nombres por una mera cuestión de respeto a mí mismo--. No hace falta decir cuánto dinero se me va en el asuntito, baste con saber que es una suma que haría tambalear la prodigalidad del más pintado. Sí, limpiar letrinas es trabajo insalubre, eso no se discute, y si uno no es capaz de hacerlo por sí solo, tendrá que abonar el correspondiente importe. De manera que una o dos veces por semana, según cuánto haya aumentado la acumulación de suciedad que impide el correcto desarrollo de mis funciones emocionales (para seguir con la metáfora), hago una visita al tipejo que dura exactamente cuarenta minutos, le cuento mis tribulaciones y nos enredamos en una saludable dosis de esgrima verbal.

Se podrá aducir que mi escepticismo es por lo menos absurdo, que si mis ideas acerca de la psicología y sus sacerdotes están más cerca del desprecio que de la aprobación, la rutina de visitas que cumplo puntualmente parecería bastante artificial, cuando no inútil. No lo creo. A nadie le parece divertido ir al baño a cumplimentar sus necesidades fisiológicas, nadie haría una historia de esas cuestiones, pero... qué molesta resulta una constipación en apariencia insignificante ¿no es verdad?

Y vamos, vamos, para ponerlo de una forma prosaica, a ningún ser humano le gusta quedarse con la mierda adentro, que yo sepa.