jueves, junio 16, 2005

...

viernes, junio 03, 2005

secreto

No pudo reaccionar ni puedo comprender,
perdido en la tormenta de tu voz que me embrujó...
La seda de tu piel que me estremece
y al latir florece, con mi perdición...


Enrique Santos Discépolo



Dejate de pensar en esa mina, querés, que ni bailar tango sabe. Mirate un poco como estás. No te das cuenta que así la cosa no va, o va, sí: para cualquier lado menos para donde a vos te gustaría. Qué. Sos capaz de decir que no tengo razón, dale, no te hagás el otario. No te engañés que así te va a ir en la vida. Te reís ahora. ¿Ves? Claro que tengo razón, la mina esa no te conviene. Además, es una manteca, es de esa gente que se le pianta el lagrimón con un Piazzolla, pero de arrabal, niente. Claro, eso sin contar que lo que hace o hizo Piazzolla no es tango. No es tango, te lo digo yo. Y no es que a mí no me guste, Piazzolla, nada que ver, pero para mí lo suyo es música de Buenos Aires, nada más. Música para la gilada, para los que se acuerdan del Obelisco cuando se pasean por Europa o viajan a Niu Iork y ahí sí, ahí sí que si llegan a escuchar un bandoneón se les calienta la sangre de repente, ahí sí que se vuelven todos Río Platenses, qué nostalgia hermano, qué nostalgia, pero cuando regresan, apenas desembarcan ya están pensando en cuándo se las pican otra vez. Ipso facto empiezan con que este es un país bananero o esta es una ciudad de mierda. Ah, ¡esos! Esos no entienden nada. No entienden nada porque nunca bailaron un tango como Dios manda, por eso adoran a Piazzolla, porque no es para sacarle viruta al piso, porque por momentos se parece a Gershuín, a cualquier cosa se parece menos un dos por cuatro con todas las letras, y encima si se los decís te miran con desdén, como si uno fuera un animal, un bruto. No son como vos, querido, a vos te gusta el tango con tenedor, vos sos de la guardia vieja, si no, no estarías acá. Vos sos bien calentón, bien hombre, sí. Y también llorás, pero no como los tilingos estos, no como tu minita que llora lágrimas de cocodrilo, sí, sí, dejame que siga porque sabés que yo no me equivoco, yo te veo, te conozco bien y me doy cuenta cuando estás que no das más, cuando te agarra el ataque de melancolía ese que mejor que te tomés y te fumés todo lo que venga y si viene una pollera, también: la hacés cimbrar en la pista hasta que diga basta, y después te la llevás al bulo, hacés lo que natura manda y la despedís con un beso como si te importara. Y te importa, sí, te importa, porque bailaste un tango con ella y eso es lo que a tu minita no le entra porque nunca se calzó un par de tacos, porque no sabe bailar: no sabe lo que es que un tipo la abrace de verdad, no sabe lo que son dos corazones encontrados, no sabe nada. Ella cree que te entiende porque te tuvo en su cama pero no. No va a conocerte del todo hasta que no baile un tango con vos.

miércoles, junio 01, 2005

el parque lleno de hojas desprendidas

De noche el parque es diferente, casi mágico. Hay de esas hojas que son como abanicos amarillos, algunas todavía con los bordes verdes, otras completamente secas y arrugadas.

De noche, el parque está también lleno de horrores. De enormes horrores cotidianos mal disimulados por la lobreguez que se instala debajo de los árboles. Hay un hombre que se acerca con una nena-nena, nena de equipo de gimnasia y zapatillas, de libro de cuentos y botellita de coca cola en la mano. El hombre lleva un cigarrillo entre los dedos que fuma cada tanto y cuando llegan al ombú gigante alza a la nena-nena.

Y es, en el primer instante, un gesto sin connotaciones: un padre que levanta en brazos a su hija y la sienta en la rama de un árbol, un tío y una sobrina, dos personas que se quieren. Excepto que el hombre se acomoda un poco demasiado cerca. Excepto que ella tiene las piernas entreabiertas y él le roza la nariz con su nariz y le reclama un beso. Ella que no, y él por qué el enojo conmigo que si supieras bien lo que yo siento no te pondrías toda enfurruñada y me darías los besos que te pido ¿sí?. Entonces su boca se resbala sobre la de ella y ella corre la cara y él la busca y así (que-sí-que-no) continúan durante eternos dos o tres minutos hasta que llegan uno a uno los besos, cortos besos robados, cortos y ruinosos besos mal correspondidos y ella que al final se ríe y por sí misma apoya la boca sobre la de él rápidamente, como un pajarito, sin saber bien por qué.

Hay un abrazo no tan mutuo y después el hombre se la lleva sentada sobre sus hombros. Riéndose, se van con la música a otra parte, envueltos en ese espanto que ella intuye y él disfraza de otra cosa para poder seguir robándole lo que le queda de infancia.