martes, marzo 15, 2016

La escalera

Tengo un secreto. No se trata de un acto inconfesable, ni algo de lo que debiera sentirme avergonzado, ni siquiera estoy seguro de que al contarlo pudiera escandalizar o interesar a nadie. Pero es un secreto al fin y como tal lo he conservado sigilosamente. Hasta hoy.
Todas las personas albergan en su corazón una historia, una idea, una obsesión que eligen callar por cientos de razones diferentes. Razones que abarcan sentimientos tan dispares como, por ejemplo, la vergüenza o la piedad, la mezquindad rastrera o la mayor de las generosidades. Se calla por amor tanto como se calla por odio y quien niegue que oculta secretos, miente. Es así de sencillo. Yo también traigo algo guardado bajo este caparazón de aparente franqueza: mi lado oscuro existe. Que resulte imperceptible a los ojos de los demás, que no lo haya querido compartir, es otro asunto. La verdad es que detesto los cotilleos a los que la gente suele entregarse cuando una persona le confía sus asuntos reservados. Soy y he sido siempre un acérrimo cultor de la privacidad, tanto de la mía como de la ajena. Mis cuestiones íntimas son íntimas y, en general, prefiero no ventilarlas. Por otra parte hace ya mucho tiempo he asumido que no me queda otra cosa que convivir con mis pequeñas obsesiones. Lo mejor es tomar con naturalidad lo que a cada uno le toca: sin remordimientos, sin arrepentimientos baratos. Nunca me pasó, como a otros –porque la culpa mueve montañas o paraliza a un regimiento– que se me apareciera en sueños la voz de la conciencia censurando mis pensamientos o exhortándome a redimir la peor de mis acciones. No.
Y sin embargo hoy, no sé, siento algo así como, digamos, algo parecido a un chispazo en la tráquea o un temblor en el occipucio, una necesidad casi fisiológica de hablar de este tema. Supongo que debo estar experimentando lo que, pongamos por caso, experimenta todo asesino luego de haber cometido un delito: la compulsión de volver al lugar del crimen, la urgencia por, aunque más no sea la única vez, referir a un tercero la causa de su ansiedad, de su agobio. Para librarse de ella. Para verla en perspectiva y así, poder continuar con su vida. Sea lo que fuere la razón que me lleva a hacerlo, hablaré.
Por primera y última vez, hablaré.
Se trata de algo que en alguna oportunidad me sucedió en un centro comercial y si mal no recuerdo, también en el aeropuerto. No obstante, lo más común es que la cuestión se desarrolle cuando viajo en subte, cosa que hago a diario para ir al lugar donde trabajo. Al salir del subterráneo debo tomar una o dos escaleras mecánicas ascendentes según en qué estación baje. Suena trivial pero el detalle no es menor: la cuestión sólo me sucede cuando tomo una escalera ascendente. Además, el deseo tiene su propia lógica, como verán más adelante, si se manifestara durante el recorrido de una escalera descendente resultaría como mínimo absurdo y, desde el punto de vista práctico, bastante incómodo.
Llegado este punto estoy seguro de que todo el mundo (la gente suele vivir al amparo de toda clase de creencias estúpidas) pensará en mí como en el clásico pajero tocaculos; o imaginarán que tengo por lema da-tu-moneda-falsa-al-cieguito-él-sólo-verá-tu-buena-intención; o que cuando escucho al HIV positivo suplicar por ayuda para él o alimentos para su familia no puedo evitar reírme para mis adentros mientras pienso “a llorar a la iglesia… por idiota”. Error. Ninguno de los casos mencionados es el mío.
En verdad esto que a mí me pasa, verán, encierra una cuota mayor de refinamiento. Se trata de algo bastante más sutil, si se quiere, nada prosaico, que no tiene que ver con pergeñar maldades directamente contra las potenciales víctimas. Jamás se me ocurriría, como a muchos, la fantasía de violentar las tetitas en flor de ninguna adolescente tonta, ni de irrumpir dentro del transporte público para asesinar a toda una caterva de jubilados inútiles mientras pasean sin haber pagado boleto. Lo mío encierra un cariz menos íntimo, no contempla contactos carnales de ninguna especie y acaso por esa misma razón adquiere un carácter, si me permiten, grandioso. Diría que mi secreto se parece más a Catástrofe Natural Azota Población Ribereña (lo cual me exonera de toda culpa) que al bandolerismo de medio pelo al que tan acostumbrados nos tienen los tiempos que corren.
Volviendo a los detalles del caso, decía que cuando me monto en el peldaño de la escalera, sin que yo lo quiera voluntariamente, porque los pensamientos son a veces como vendavales que arrasan con nuestra conciencia, con nuestra capacidad de discernir, si cabe la metáfora, me sobreviene un ferviente, atroz, inconmensurable deseo de que cuando yo llegue al final del recorrido y apoye mi pie en tierra firme, la escalera se alise.
Sí, tal cual acabo de decirlo: que la escalera se alise por completo ¿se imaginan? Que se alise y caigan todos quienes venían subiendo con absoluta inocencia detrás de mí, ¡bruuum!, que ruidosa y desordenadamente se desplomen, como troncos a la deriva precipitándose por el despeñadero, unos tras otros, o más bien, unos sobre otros, pim-pam-pum, para que luego ahí se queden, convertidos en un informe amasijo de brazos, piernas, culos, carteras y zapatos, desesperados de toda desesperación, gritando y chillando sus ayes y sus ohes, adoloridos más por la sorpresa de la promiscuidad no deseada que por el impacto físico de la caída, contrariadas las mujeres, paralizados los ancianos, felices los aprovechadores –créanme: siempre surge algún depravado durante las grandes confusiones y con el tiempo he llegado a comprender que la perversión de los hombres no conoce límites– mientras yo, impávido, me erigiré como absoluto vencedor, los miraré desde lo alto del descansillo, interpuesto entre ellos y mi persona “El milagro de la escalera lisa”. Puedo verme, erguido y soberano: auscultándolos con una sonrisa, regocijándome por mi repentino triunfo sobre el resto de la estúpida (y por cierto desconcertada) humanidad.
El deseo tiene, no obstante, un costado menos feliz que el de la simple anticipación. No existe una sola oportunidad en que no suba a la escalera mecánica del subte y, al llegar al final, no gire mi cabeza para comprobar con profunda decepción que la escalera no ha dejado de funcionar y ellos continúan ahí, de pie cada uno sobre su escalón, sumidos en su bovina quietud, con la mirada perdida en las pantorrillas de alguna mujer o en el agujero indiscreto de un pantalón, mientras aguardan sin expectativas su turno para llegar a destino, para abandonar por fin esa inercia inevitable de escalera mecánica a la que han sido transitoriamente sometidos.
Sueño con el día en que, a fuerza de desearlo tanto, sucederá mágicamente la abolición súbita de los peldaños. Lo imagino tal como si el Mar Rojo se cerrara ni bien el barbado Moisés diera su último paso y tan pronto el profeta pisara la orilla, de un solo golpe las aguas sumergieran al resto de su pueblo, a todos y cada uno de los que no contaron con la sagacidad suficiente como para terminar el trayecto con mejores resultados.
Incluso cada vez que me topo con un letrero que reza “Escalera inhabilitada por reparaciones, sepan disculpar las molestias”, llego a pensar si en realidad no sería justo ese el día señalado, y si por algún misterioso azar de un destino que se niega a favorecerme la escalera ha sido puesta en manos de los técnicos con el solo objeto de salvar del escarnio, sin que ellas se enteren, a las decenas de personas que se hubiesen despeñado (¡bruum!) detrás de mí.

Pero yo no bajaré mis brazos ni renunciaré a mi sueño. Nunca. Al fin y al cabo dicen que la esperanza es lo último que se pierde. 

martes, marzo 08, 2016

Prima Donna

Acudo al Teatro Colón al tan anunciado concierto de Rufus Wainwraight: cantautor ¿pop?, joven músico del hemisferio norte que ha compuesto una ópera [no daremos opinión por ahora] llamada Prima Donna cuyo argumento cuenta algo así como la vida --o los momentos finales de la vida, no se sabe bien-- de una cantante lírica de la estatura de María Callas [no es María Callas].

Llego temprano: compré palco [de los baratos, ojo] y me aseguro la primera ubicación. Mientras espero tomo fotos (y sí, tuiteo un poco). Le pido a la acomodadora un programa de mano. Lo miro y no lo leo. Estoy cansada pero (creo) con la predisposición que este tipo de espectáculos exige al cuerpo y a la mente (miento). El palco se va llenando con mis ocasionales compañeros hasta que las luces se apagan.

Entonces aparece él.

El autor/compositor. Un Rufus joven, lleno de ganas de vivir y --se nota-- feliz de estar aquí esta noche, vestido con un largo saco negro y zapatos de charol. Rufus Wainwraight habla a la platea y prodiga su alegría, sus saludos y agradecimientos. Lo hace con espontaneidad, con frescura. Sin afectación. Prece simpático y querible. De inmediato sus fans se dejan oír desde los palcos, desde las butacas y desde otros recónditos rincones de la enorme sala oscura (jamás hubiera pensado que había tantos). Me encanta que así sea, mi expectativa crece, mis ganas de disfrute así también. 

Y el concierto comienza. 

[Aclaro llegado este punto, no voy a oficiar de crítica musical porque no tengo el expertise ni los conocimientos necesarios. Sólo comentaré desde mi estúpido lugar de ama de casa diletante que va de tanto en tanto a la ópera para conectarse con las emociones "más profundas" que este género del arte suele ofrecer y no encuentra en su cocina. No cocino]

...


Y finaliza la primera parte del concierto.

[Aplausos de los fans, del público, de mis acompañantes, brava, bravo][Aplaudo protocolarmente]

El comentario:

Luego de escuchar la música uno termina preguntándose si la Divina María Anna Sofia Cecilia Kalogeropoulos no habría sido en realidad una persona muy bajita y lastimosa y carente de emoción y piensa (uno) que tal vez todo lo que con avidez y morbosidad habíamos leído en las biografías: las anécdotas sobre su carácter diabólico, sus obstinaciones y caprichos de diva, su infinita sensibilidad, su musicalidad extrema, su vital compromiso con el arte, en fin, todas esas características únicas de la Callas no serían puras patrañas. Nada de eso aparece en la ópera. No es que no hay menciones. Por supuesto, las hay. No se materializan en el escenario. No me provocan en la piel.

Y sin embargo, digámoslo, la ópera de Rufus, no es ni siquiera lo suficientemente mala (no es mala) como para que uno se levante y se retire con la primer Aria! La música no es horrible, no es genial, recuerda por momentos a Puccini, remite a La Boheme. Los cantantes son ¿correctos?, pero no emocionan. Para peor, como no se presenta la versión completa de la ópera, es difícil entender dónde se forma el nudo, la tensión dramática. El director parece semidormido, o aburrido y yo me aburro, aussi. Pero. Algo me impide retirarme, quizás algunos frágiles momentos de belleza instrumental, tan frágiles que no puedo evocarlos, quizás la voz de la Barrientos, quizás es mi avidez, mi siemprevivo deseo de disfrute. En fin: permanezco inconmovible, estoica, tiesa y sentada. En ese orden. Hasta el final. Esperando --desesperadamente-- que ALGO suceda.

Rien ne se passe.

(En una entrevista Rufus había dado a entender que no se podía ser intenso durante 5 horas. En realidad cita a Briggitte Fassbender quien dice que dos segundos pueden ser más intensos que una ópera completa. No lo fue).

...

De la segunda parte del concierto, las canciones (amplificado el sonido con micrófono, la voz del Rufus no llegaría a los fans más alejados en la sala), no voy a hablar porque no pude disfrutarlas. Esta frigidez ya es toda mía, no del compositor, de modo que no voy a responsabilizarlo por mi coyuntural carencia de sensibilidad.

Las escucho luego en Spotify. Vibrate es muy hermosa (el acompañamiento parece el de una milonga campera). April's fools comparte aires con Strawberry Fields de John Lennon (es bella también, no importa que remita a).

The maker makes es simple, sí. Y conmovedora.

jueves, marzo 03, 2016

Portrait Gallery

Dorothy Bonham (1572-1642). British School.
Alathea Talbot (c1590-1654), Countess of Arundel and Surrey. British School, 1619.
A Venetian Courtesan at Her Dressing Table, British School, 1600.
Portrait of a Young Lady, British School, S XVI.
Portrait of Young Man, British School. S XVII
The Tasburgh Group: Lettice Cressy, Lady Tasburgh of Bodney, Norfolk and her Children, c.1605

Por todos estos bellísimos cuadros que ayer mencioné en mi cuenta de tuiter con frases que pretendían ser risueñas, alguien se ofendió y me quitó el acceso y la posibilidad de ver las obras.
Los cuadros son antiguos [toda esta serie es de fines del siglo XVI y principios del XVII] y no hay derechos de autor de por medio que limiten su reproducción.

Aquí los nombro para no olvidarlos.

La cuenta de tuiter que los difundía generosamente y con un gusto y criterio exquisitos era de una profesora de historia del arte de Kosovo llamada Gjeraqina a quien que tuve la suerte de encontrar y la desdicha de perder por causa de, supongo, un mal entendido.

Por ejemplo: utilicé el retrato de Dorothea Talbot como indicador de la expresión de mi cara cuando directores y/o gerentes de otras áreas de la empresa donde trabajo me dicen que mi jefe es un pelotudo [así le he dicho, así lo he escrito]. No creo que la palabra "pelotudo" haya sido el problema porque no tiene traducción directa al kosovar. Tampoco creo que Gjeraqina Ukshini conozca a mi jefe ni que se haya sentido aludida.

Tal vez ella pensó que de alguna manera le estaba robando sus hallazgos, me estaba apropiando de su selección. Y es que en cierta forma así fue: uno se apropia de las cosas que le parecen bellas, inteligentes, entonces las utiliza, menciona o transforma y es ahí donde yo encuentro la mayor riqueza de esta red social en la que por otra parte la mayoría de la gente pierde su tiempo agrediéndose mutuamente. Además, en todo caso yo la cité. No oculté de dónde provenían las imágenes.

Lamento la pérdida de todas formas.

Gjeraqina Ukshini
@gjeni_u

[Agrego otro: Frans Pourbus the Younger, 1569–1622, Flemish painter]