jueves, octubre 20, 2005

Crónicas de La Milonga II

La Causa Ajusta

Introducción: Alguien me advirtió una vez:
si las panzas se tocan, ojo, eso está mal.

Estaba yo sentada en mi mesa, envuelta en volutas de humo, bastante aburrida porque las tandas se sucedían y parecía que nadie me invitaría a la pista por los siglos de los siglos. Hasta que lo vi: contra la columna estaba él, el oriental Tokuro(*) mirándome deseoso desde las hendijas que tenía por ojos. Hizo la señal, sutil y milenaria a la que no pude negarme. No era mi intención seguir planchando toda la tarde --quizá Tokuro albergara en su pecho una vaporosa alma de tintorero y de ahí su piedad-- y mis zapatitos nuevos ya amenazaban con irse solos por ahí. De manera que me incorporé toda sonrisas y abracé a mi japonés como si del último hombre del universo se tratara.


Ah, Tokuro bailaba. Y cómo. El hombre era pura sensualidad del lejano oriente. Ahora bien, Tokuro bailaba pero además, ceñía. Ceñía acaso demasiado, con fuerza y elegancia de samurai: intenso, aunque lo suficientemente sutil como para no dejar lugar a reacciones del estilo, che, largá un poco viejo que no me dejás respirar. Yo recordaba (no podía dejar de hacerlo): si las panzas se tocan, ojo, eso está mal. Entonces algo andaba no del todo bien porque Tokuro me tomaba fijo por la cintura y quedaba mi torso tan pegado al suyo que cada vez me sentía más parecida a una hiedra o enamorada del muro.

Toda esta exacerbada cercanía física con mi partenaire me provocó si no nervios por lo menos algo parecido a la incomodidad. ¿Se esconde alguna secreta intencionalidad en el abrazo abrasador del japonés?, me preguntaba. Al no poder responderme con la mente comencé a hacerlo con mi propio cuerpo, cosa que Tokuro, hombre de refinada percepción, notó enseguida. Dijo: no apulal. Ah, oh, perdóneme si me apuré. No impoltal, me disculpó generoso, sólo seguil.

Volvió a abrazarme y seguimos bailando. Compañía, siemple compañía, me repetía Tokuro en un susurro y zácate, cada dos pasos otra vez ahí fundidos el uno contra el otro como fideos pegados al caliente acero de una cacerola. Ejem! señol, no clee usted que me está agarrando un poco fuelte, quería decirle pero no me animaba porque las novicias cometemos el infortunado error de someternos sin decir palabra alguna: con tal de bailar no importa si a una le hacen el harakiri en mitad de un giro.

En una ocasión Tokuro me detiene, mi pierna derecha cruzada sobre la suya, Tokuro paciente espera. Espera que haga algo. El asunto es... ¡qué hacer! Creo que Tokuro quería un gancho que bien podría haber sido una toma de karate. Perdón, perdón, me disculpo, usted me pidió un gancho y yo no me di cuenta, qué torpe soy. No impoltal, sonrió. Compañía, siemple compañía.

Tokuro, bellos los blancos dientes admirables, casi tanto como su paciencia china, aguantó los cuatro reglamentarios tangos de la tanda sin disminuir su presionar en ninguna ocasión. Cuando terminamos nuestro interminable forcejeo le agradecí, geisha de inclinada cabeza. Mientras tanto pensaba: que te haga compañía tu abuela, samurai.


(*) Nota: Nótese que por falta de inventiva y/o conocimiento todos los japoneses de mi vida han de llamarse Tokuro. Podría echarle mano a por ejemplo Yukio, Riunosuke, Kenzaburo, Yasunari, pero resulta muy obvio que son todos nombres de escritores ¿no? Por eso prefiero afanarle el “Tokuro” a ya sabemos quién.