La escalera
Tengo un secreto.
No se trata de un acto inconfesable, ni algo de lo que debiera sentirme
avergonzado, ni siquiera estoy seguro de que al contarlo pudiera escandalizar o
interesar a nadie. Pero es un secreto al fin y como tal lo he conservado sigilosamente.
Hasta hoy.
Todas las personas
albergan en su corazón una historia, una idea, una obsesión que eligen callar
por cientos de razones diferentes. Razones que abarcan sentimientos tan
dispares como, por ejemplo, la vergüenza o la piedad, la mezquindad rastrera o
la mayor de las generosidades. Se calla por amor tanto como se calla por odio y
quien niegue que oculta secretos, miente. Es así de sencillo. Yo también traigo
algo guardado bajo este caparazón de aparente franqueza: mi lado oscuro existe.
Que resulte imperceptible a los ojos de los demás, que no lo haya querido
compartir, es otro asunto. La verdad es que detesto los cotilleos a los que la
gente suele entregarse cuando una persona le confía sus asuntos reservados. Soy
y he sido siempre un acérrimo cultor de la privacidad, tanto de la mía como de
la ajena. Mis cuestiones íntimas son íntimas y, en general, prefiero no
ventilarlas. Por otra parte hace ya mucho tiempo he asumido que no me queda
otra cosa que convivir con mis pequeñas obsesiones. Lo mejor es tomar con
naturalidad lo que a cada uno le toca: sin remordimientos, sin arrepentimientos
baratos. Nunca me pasó, como a otros –porque la culpa mueve montañas o paraliza
a un regimiento– que se me apareciera en sueños la voz de la conciencia censurando
mis pensamientos o exhortándome a redimir la peor de mis acciones. No.
Y sin embargo hoy,
no sé, siento algo así como, digamos, algo parecido a un chispazo en la tráquea
o un temblor en el occipucio, una necesidad casi fisiológica de hablar de este
tema. Supongo que debo estar experimentando lo que, pongamos por caso,
experimenta todo asesino luego de haber cometido un delito: la compulsión de
volver al lugar del crimen, la urgencia por, aunque más no sea la única vez,
referir a un tercero la causa de su ansiedad, de su agobio. Para librarse de
ella. Para verla en perspectiva y así, poder continuar con su vida. Sea lo que
fuere la razón que me lleva a hacerlo, hablaré.
Por primera y
última vez, hablaré.
Se trata de algo
que en alguna oportunidad me sucedió en un centro comercial y si mal no
recuerdo, también en el aeropuerto. No obstante, lo más común es que la
cuestión se desarrolle cuando viajo en subte, cosa que hago a diario para ir al
lugar donde trabajo. Al salir del subterráneo debo tomar una o dos escaleras
mecánicas ascendentes según en qué estación baje. Suena trivial pero el detalle
no es menor: la cuestión sólo me sucede cuando tomo una escalera ascendente.
Además, el deseo tiene su propia lógica, como verán más adelante, si se manifestara
durante el recorrido de una escalera descendente resultaría como mínimo absurdo
y, desde el punto de vista práctico, bastante incómodo.
Llegado este punto
estoy seguro de que todo el mundo (la gente suele vivir al amparo de toda clase
de creencias estúpidas) pensará en mí como en el clásico pajero tocaculos; o
imaginarán que tengo por lema
da-tu-moneda-falsa-al-cieguito-él-sólo-verá-tu-buena-intención; o que cuando
escucho al HIV positivo suplicar por ayuda para él o alimentos para su familia
no puedo evitar reírme para mis adentros mientras pienso “a llorar a la
iglesia… por idiota”. Error. Ninguno de los casos mencionados es el mío.
En verdad esto que
a mí me pasa, verán, encierra una cuota mayor de refinamiento. Se trata de algo
bastante más sutil, si se quiere, nada prosaico, que no tiene que ver con
pergeñar maldades directamente contra las potenciales víctimas. Jamás se me
ocurriría, como a muchos, la fantasía de violentar las tetitas en flor de
ninguna adolescente tonta, ni de irrumpir dentro del transporte público para
asesinar a toda una caterva de jubilados inútiles mientras pasean sin haber
pagado boleto. Lo mío encierra un cariz menos íntimo, no contempla contactos
carnales de ninguna especie y acaso por esa misma razón adquiere un carácter, si
me permiten, grandioso. Diría que mi secreto se parece más a Catástrofe
Natural Azota Población Ribereña (lo cual me exonera de toda culpa) que al
bandolerismo de medio pelo al que tan acostumbrados nos tienen los tiempos que
corren.
Volviendo a los
detalles del caso, decía que cuando me monto en el peldaño de la escalera, sin
que yo lo quiera voluntariamente, porque los pensamientos son a veces como
vendavales que arrasan con nuestra conciencia, con nuestra capacidad de
discernir, si cabe la metáfora, me sobreviene un ferviente, atroz,
inconmensurable deseo de que cuando yo llegue al final del recorrido y apoye mi
pie en tierra firme, la escalera se alise.
Sí, tal cual acabo
de decirlo: que la escalera se alise por completo ¿se imaginan? Que se alise y
caigan todos quienes venían subiendo con absoluta inocencia detrás de mí,
¡bruuum!, que ruidosa y desordenadamente se desplomen, como troncos a la deriva
precipitándose por el despeñadero, unos tras otros, o más bien, unos sobre
otros, pim-pam-pum, para que luego ahí se queden, convertidos en un informe
amasijo de brazos, piernas, culos, carteras y zapatos, desesperados de toda
desesperación, gritando y chillando sus ayes y sus ohes, adoloridos más por la
sorpresa de la promiscuidad no deseada que por el impacto físico de la caída,
contrariadas las mujeres, paralizados los ancianos, felices los aprovechadores
–créanme: siempre surge algún depravado durante las grandes confusiones y con
el tiempo he llegado a comprender que la perversión de los hombres no conoce
límites– mientras yo, impávido, me erigiré como absoluto vencedor, los miraré
desde lo alto del descansillo, interpuesto entre ellos y mi persona “El milagro
de la escalera lisa”. Puedo verme, erguido y soberano: auscultándolos con una
sonrisa, regocijándome por mi repentino triunfo sobre el resto de la estúpida
(y por cierto desconcertada) humanidad.
El deseo tiene, no
obstante, un costado menos feliz que el de la simple anticipación. No existe
una sola oportunidad en que no suba a la escalera mecánica del subte y, al
llegar al final, no gire mi cabeza para comprobar con profunda decepción que la
escalera no ha dejado de funcionar y ellos continúan ahí, de pie cada
uno sobre su escalón, sumidos en su bovina quietud, con la mirada perdida en
las pantorrillas de alguna mujer o en el agujero indiscreto de un pantalón,
mientras aguardan sin expectativas su turno para llegar a destino, para
abandonar por fin esa inercia inevitable de escalera mecánica a la que han sido
transitoriamente sometidos.
Sueño con el día en
que, a fuerza de desearlo tanto, sucederá mágicamente la abolición súbita de
los peldaños. Lo imagino tal como si el Mar Rojo se cerrara ni bien el barbado
Moisés diera su último paso y tan pronto el profeta pisara la orilla, de un
solo golpe las aguas sumergieran al resto de su pueblo, a todos y cada uno de
los que no contaron con la sagacidad suficiente como para terminar el trayecto
con mejores resultados.
Incluso cada vez
que me topo con un letrero que reza “Escalera inhabilitada por reparaciones,
sepan disculpar las molestias”, llego a pensar si en realidad no sería justo ese
el día señalado, y si por algún misterioso azar de un destino que se niega a
favorecerme la escalera ha sido puesta en manos de los técnicos con el solo
objeto de salvar del escarnio, sin que ellas se enteren, a las decenas de
personas que se hubiesen despeñado (¡bruum!) detrás de mí.
Pero yo no bajaré
mis brazos ni renunciaré a mi sueño. Nunca. Al fin y al cabo dicen que la
esperanza es lo último que se pierde.
1 Comments:
wow!!!!!
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