miércoles, junio 01, 2005

el parque lleno de hojas desprendidas

De noche el parque es diferente, casi mágico. Hay de esas hojas que son como abanicos amarillos, algunas todavía con los bordes verdes, otras completamente secas y arrugadas.

De noche, el parque está también lleno de horrores. De enormes horrores cotidianos mal disimulados por la lobreguez que se instala debajo de los árboles. Hay un hombre que se acerca con una nena-nena, nena de equipo de gimnasia y zapatillas, de libro de cuentos y botellita de coca cola en la mano. El hombre lleva un cigarrillo entre los dedos que fuma cada tanto y cuando llegan al ombú gigante alza a la nena-nena.

Y es, en el primer instante, un gesto sin connotaciones: un padre que levanta en brazos a su hija y la sienta en la rama de un árbol, un tío y una sobrina, dos personas que se quieren. Excepto que el hombre se acomoda un poco demasiado cerca. Excepto que ella tiene las piernas entreabiertas y él le roza la nariz con su nariz y le reclama un beso. Ella que no, y él por qué el enojo conmigo que si supieras bien lo que yo siento no te pondrías toda enfurruñada y me darías los besos que te pido ¿sí?. Entonces su boca se resbala sobre la de ella y ella corre la cara y él la busca y así (que-sí-que-no) continúan durante eternos dos o tres minutos hasta que llegan uno a uno los besos, cortos besos robados, cortos y ruinosos besos mal correspondidos y ella que al final se ríe y por sí misma apoya la boca sobre la de él rápidamente, como un pajarito, sin saber bien por qué.

Hay un abrazo no tan mutuo y después el hombre se la lleva sentada sobre sus hombros. Riéndose, se van con la música a otra parte, envueltos en ese espanto que ella intuye y él disfraza de otra cosa para poder seguir robándole lo que le queda de infancia.