No es fácil aceptar el exilio --voluntario, elegido-- de los demás, porque implica preferencias que no nos agrada admitir, como por ejemplo, que hayan decidido que su lugar en el mundo es otro lugar sin importar que allí serán siempre, ante todo, extranjeros. Sin embargo, sabemos que no partieron porque nos quisieran menos, por supuesto que no; lo hacen por la sencilla (y obvia) razón de que el exilio les ofrece algo diferente de lo que podrían obtener si se quedaran. Lo que jode es que nosotros somos parte de esa diferencia: la parte no elegida. Más aun: lo que duele es la privación coercitiva de afectos a la que nos someten los que se van, privación que jamás les pedimos y que tenemos que soportar estoicamente con cada nuevo simulacro de regreso. Entonces cada visita trae ese torrente de alegría que es la presencia del otro y, además, la conciencia plena de que pronto regresará ¡pum! al lugar donde no sin esfuerzo se ha construido un nuevo universo, donde la vida se tolera mejor --o por lo menos eso queremos creer-- y que nos es completamente ajeno. Estoy pero no estoy. Se repiten una y mil veces los vos sabés que yo te quiero, vos sabés cuánto te extraño. Un carajo. Yo a la gente que quiero la quiero a mi lado.Detesto esa precarización del afecto que supone la distancia. Si quiero a alguien me gusta poder hablarle cuando se me da la gana, poder verle la cara o darle un abrazo cuando se me antoja, llamar y decir te necesito ahora y acá. Lo físico no es baladí, la presencia material es necesaria. Ver para creer, tocar --abrazar, besar, acariciar-- para querer. Pero no. Los que se van, mal que nos pese, nos quitan esa posibilidad. Y los que nos quedamos, qué. ¿Acaso no extrañamos también nosotros? Yo quiero imponer la tiranía de mi cariño.
Pero no me lo permiten.
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