La vida está hecha de pequeñas traiciones, pensó. Acto seguido encendió un cigarrillo --qué hay de terrible en eso: al fin y al cabo buena falta le hacía después de tantos meses de no pertenecerse--. No poseemos otra cosa que un continuo de pactos más o menos absurdos, necesarios para que la amenaza de lo azaroso no se torne agobiante, pero no por ello inviolables o impermutables.
Así tejía y destejía toda clase de resoluciones: ésta es mi voluntad, hoy quiero ABC, hoy yo decido Z o cambio X por W ¿somos o no somos albedrío puro y libre? Hoy creo en el amor, hoy me permito dudar de su existencia; hoy restablezco un vínculo afectivo, más tarde no necesito a nadie: yo me basto. En esas farsas andaba cuando vio al fuego resplandeciente de codicia. El fuego dominando la escena desde el papelero.
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