martes, abril 12, 2005

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Anoche estuve garabateando algo que me olvidé de traer. No era más que una diatriba a cargo del estúpido de Weinberg a quien hice proferir una serie de “verdades reveladas” acerca de lo que debería ser un escritor. Entonces, desde el banquito que le construí –banquito que él imagina una especie de estrado de la literatura pero que no está más que a veinte centímetros del suelo– desde “su blog”, el buen Pedro se exalta y comienza por decir que aquéllos que sueñan con la canonización son unos imberbes aprendices de literatos que no merecen más que arder de vergüenza por sus ambiciones extra-artísticas. Le robé, como de costumbre, una frase a X (me había comentado que siente en la piel esa necesidad de escribir, que a veces le sucede cuando se terminan las otras cosas que ocupan el día, que lo distraen...) que puse en boca de Pedro, y lo hice continuar con algunos lugares comunes del estilo: el verdadero escritor no se ocupa de lo que la posteridad hará con su obra: se ocupa de la gestación de su literatura, del calor de la creación; el escritor reincide porque no puede vivir de otra manera, porque no puede no-escribir y si eso le acontece, sufre como un condenado, le pesa la no escritura; dibuja en cada frase el latir acompasado de sus vísceras y no sé cuántas grandilocuencias más bien del estilo de Pedro. El resto, son pavadas. Humanas pavadas, pienso yo, inevitables. Pero eso Pedro no va a admitirlo nunca porque no puede perdonarle a los demás los mismos pecados que él comete una y otra vez.