domingo, enero 23, 2005

En el camino hay casas como monumentos. Mausoleos de una sociedad llena de muertes de las que unos prefieren no hablar nunca mientras los otros las lloran a los cuatro vientos. Caminan ambas dos, ellas dos, empujando un cochecito con un bebé. Hablan de nada. Hace unos días, en una de esas casas, se festejó la Navidad.

En la cocina se siente olor a especias. Hay cuatro o cinco clavitos bailando entre los remolinos del agua que hierve. Para la chocolatada, dice Luisa, en Perú la tomamos acompañando los panetones ¿sabe?. La sonrisa de Luisa es ancha y generosa. Tiene la mirada lejana del exiliado. Qué rico, dice la señora de S a quien hoy todo le parece rico aunque no tenga la menor idea de cuál sea el gusto del clavo de olor, después me va a dejar probar ¿no?. Sí señora, por supuesto. Nadie le pidió a Luisa que preparara el chocolate: lo hace como un reflejo de la naturaleza que se perpetúa a sí misma, por el imperio de una necesidad que no necesita explicarse. Ella es esa leche, esas barritas de chocolate que se trajo de Arequipa y que ahora va echando en la cacerola mientras revuelve con una cuchara de madera. Agrega canela y se llena la cocina de Perú por un instante.

Más tarde, después de los regalos, los saludos, el festejo, la señora de S entra a buscar un vaso de agua. Ah, me había olvidado del chocolate: ya está listo. Se sirve una taza. Lo prueba. El gesto la delata: la nariz se le frunce como cada vez que algo no le gusta y hace un esfuerzo inútil por disimularlo. Sin embargo se va con la taza pegada a la boca, toda ella convertida en una parodia de sus propias palabras: le da un poco de pena que nadie más haya probado el chocolate de Luisa, que ni siquiera se hayan dado cuenta de que lo preparó para quien quisiera acompañar el pan dulce o las otras golosinas. Qué rico, repite.

El resto del chocolate quedó ahí, moderando apenas su perfume y enfriándose desde el fondo de la cacerola. Quedó ahí como la distancia: inexpugnable.


Hablar de nada es fácil. Lo difícil es no hablar.