lunes, junio 05, 2006

del planchado en los salones y de cómo se intenta evitarlo...

yo no soy un bailarín
porque me gusta quedarme
quieto en la tierra y sentir
que mis pies tienen raiz


una vez con una chica conversábamos --a veces en la milonga, cuando se plancha se conversa, sobre todo si una ya está harta de hacer cabeceos y ojitos sin recibir respuesta alguna de los machos que pululan entre las mesas y alrededor de la pista-- acerca de qué cosa seria es eso de quedarse echando raíces en la silla sin que nadie se le acerque a una. no sin cierto optimismo y con bastante resignación, mi compañera aseguraba que "si te disfrazás un poco, lo comprobé, te sacan más".

eso es absolutamente cierto pero... ¿quién tiene ganas de disfrazarse a esta altura de las circunstancias?

"suponte" le digo "que si después de freir una tanda completa de milanesas, pisar papas para un puré digno de un regimiento de infantería, poner y levantar la mesa, lavar platos y cubiertos, cambiar pañales, cepillar dientes, atender maridos, etc, decía, si encima tengo que disfrazarme para que uno de estos perejiles se digne a invitarme a bailar, estoy lista".

la verdad sea dicha, apenas si hago a tiempo para desempolvarme un poco las reminiscencias de cantinera de puerto, recoger/soltarme el pelo y enchufarme un par de aros que en la mayoría de los casos no tienen nada que ver con el resto de la indumentaria. por otra parte harto ridículo resultaría salir de casa con la boca colorada, la espalda desnuda, la boa de plumas y gritar alegremente a los chicos y a mi marido "vuelvo tarde, queridos, me voy a la milonga".

por eso, antes que disfrazarme, yo prefiero confiar en mi personalidad arrolladora, mi simpatía inagotable o, pourquoi pas?, en la gracia con la que puedo referir un hecho cuando me lo propongo.

lo que todavía no sé muy bien es cómo hacer para que eso se note antes de los primeros quince minutos de haber conseguido ubicación, a media luz, con la cara lavada y sin pronunciar palabra, en un lugar repleto de milonguitas frescas livianísimas de ropa, cargadas de brillos y, muchas veces, diez años menos que quien, humildemente, escribe estas crónicas.