martes, abril 18, 2006

crónicas de la milonga: los maestros ciruela

mis estrategias milongueriles no siempre --o mejor dicho casi nunca-- dan buenos resultados. ayer, por ejemplo, luego de arduos cabildeos conmigo misma, elegí como destino el prestigioso salón canning. el razonamiento que apoyaba tal decisión puede resumirse así: si voy a villa malcom (la alternativa) casi indefectiblemente, plancharé. si voy al canning, participo de la clase donde sí o sí bailaré con alguno, por ende, cuando ese alguno y algunos otros aprecien mis habilidades y otras cualidades varias, otros muchos querrán ser mis partenaires.

de modo que al canning fui y del canning volví trayendo una cosecha que --si hago un derroche de generosidad y por no ponerme a llorar-- podría llamar modesta. bah.

es que cuando llegué hete aquí que se aparece un tipo con quien alguna vez compartimos pista en otro lado. feliz de verme me invitó a su mesa aunque me apresuré a aclararle que una prima mía y amiga se nos unirán en momento aún no establecido --a él no le importó y además, nunca llegaron--. luego, me dijo que qué bueno que vinisite así bailamos juntos porque esta clase es difícil. claro que bailar juntos, para mí, incluía sólo un par de tangos, no un par de horas. cada vez que los profesores decían cambio de pareja el buen hombre se hacía el perejil mientras que yo...¡ yo sí deseaba con ardor el cambio de pareja! a todo esto por vez primera me había buscado uno que pintaba bien y cuya amable invitación decliné porque ya estaba con el otro. el otro, o sea, el mismo, me acaparó todo el tiempo, me tuvo de acá para allá sin pegar una (él) y encima corrigiéndo cada pequeño movimiento de mi agraciado caminar: la cadera la ponés mal, no flexionás las rodillas, no soltás las piernas, etc. etc. etc. ¡qué desgraciada soy! pensé.

cuando la clase terminó creí que se iría.

pero no.

se quedó en la mesa. yo me quedé en la mesa. ambos nos quedamos en la mesa. y comenzó una nueva etapa de mi sufrimiento porque pensé que, con él anexado, nadie se me acercaría --ya sé, ya sé, yo nunca le dije no--. para mi sorpresa, esto no fue así. pasado un rato más o menos razonable, un hombre acodado a la barra me cabeceó y yo, veloz como una saeta perdida, corrí a sus brazos. para qué. se trataba de otro carcamán corrector: que estás colgada, que no sabés apilarte, que para hacer siete meses que bailás podrías bailar mejor ¡!. yo me excusé con una amabilidad que no se merecía y cuando terminó la tanda volví a la mesa (donde estaba el otro), cambié zapatitos por botas y medias, me emponché y me las tomé, como correspondía.

no quiero pensar el horror que habrán sido estos tipos cuando... cuando... imagínense. aunque dudo --con tanta caballerosidad y espíritu crítico-- que alguna vez puedan llegar a instancias más avanzadas que un simple abrazo tanguero con una mujer.