viernes, septiembre 02, 2005

Op. 53 (frag)

Había en el conservatorio un grupito de tres o cuatro que se morían –se desvivían- por alcanzar lo que creían el podio de la interpretación pianística. Sergio y las chicas o las chicas y Sergio, siempre compitiendo, siempre disfrazando de falsa admiración su inconfesable envidia.

Todas las chicas querían tocar Appassionata, o la Tempestad, o los Adioses, no estaba claro si por alguna cuestión romántica o de género medio estúpida. Ninguna quería, por ejemplo, hacer La Pastoral, quizá porque les parecía demasiado agreste y creían bastante absurdamente que no podía reflejar en toda su dimensión la fiebre adolescente que las aquejaba. En ese entonces ninguna se atrevía a encarar la Waldstein porque sonaba marcial y era en extremo difícil desde el punto de vista técnico. Pero cómo les hubiera gustado, a las chicas, lucirse con esa música que creían tan de hombres.

Y vaya si lo era, que cuando Sergio empezaba a tocar la Waldstein crecía un tremendo silencio a su alrededor, un silencio de catedral que las hacía caer a todas en sensual trance, no importaba qué tan amanerado luciera cuando no se ponía al piano o cuando se miraba las uñas como si recién acabara de hacerse la manicura: todas hacían caso omiso de su incipiente y dulcificada putez porque apenas se acomodaba en la banqueta como quien monta su cabalgadura y arremetía con esa furia de padrillo desbocado que sólo él podía sacar de sí mismo --cualquiera a los dieciséis o diecisiete años parece demasiado verde, demasiado inmaduro para de verdad comprender a Beethoven, cualquiera excepto Sergio-- a ellas les daba la impresión de que se les venía Napoleón encima con toda la soldadesca y ahí nomás les agarraba una cosa entre las piernas que no había pañuelito de seda, ni risita, ni ninguna afectación de Sergio capaz de contradecir la idea de que así como así él podía transformarse en un generalísimo de gran penacho y doradas charreteras y sin decir agua va ensablarlas a todas y cada una contra la tapa del piano.